Después de más de diez años de hacer cine documental la novela Sinfonía para Ana llegó a nosotros y fue shockeante, decidimos que filmaríamos nuestra ópera prima de ficción. Claro que generar las condiciones de producción para hacer al film viable no fue nada sencillo. En general, los realizadores solemos luchar contra imposibles para transformar una utopía en algo tangible que es la película.
Carlos Sorín en su film La película del rey (1986) retrató brillantemente ese derrotero delirante en el que un director se embarca cuando inicia un rodaje. Recién cuando empezamos a filmar Sinfonía para Ana pudimos tomar real dimensión de esa odisea. Porque si bien nosotros desde 1997 hacemos filmes documentales, trabajamos siempre en forma minuciosa pero muy solitaria con la historia y los proyectos en soledad siempre son más simples. Cuando tenés que abrir el juego e involucrar a muchos en esa aventura, el desafío se vuelve mayor porque hay que contagiar esa obsesión, esa fascinación por hacer la película. Cuando lo lográs, disfrutás cada instante del rodaje como nos pasó a nosotros.
En Sinfonía… trabajamos un equipo de casi 20 técnicos, 35 actores y decenas de extras durante siete semanas, filmando el grueso de la historia. Luego ambos realizadores estuvimos casi dos años más para terminar todo el proceso y tener la película lista.
Sabíamos que no iba a ser una película fácil, porque eran muchos escenarios, muchos personajes y todo ambientado en la Buenos Aires de mediados de la década del 70′. Pero Gaby Meik, autora de la novela en la cual está basado el filme, tuvo la virtud de escribir un relato que logra capturar la esencia de ese momento histórico haciendo eje en el mundo privado de los personajes.
Isadora Ardito y Rafael Federman.
Gaby no es escritora sino psicóloga y la historia de Ana, la protagonista del filme, es en parte la historia que ella vivió -entre los 13 y los 15 años- con sus mejores amigos cuando cursaban en el Colegio Nacional de Buenos Aires de 1974 a 1976 .
Cuando vas a contar una historia debés procurar sumergirte en el universo que vas a narrar hasta hacerlo parte de vos mismo. Eso quizás nos empezó a pasar con Sinfonía… mucho antes de siquiera imaginar que íbamos a hacer la película. Por empezar, desde nuestro primer documental, Raymundo (2002), trabajamos durante cinco años para narrar la historia de nuestro país y Latinoamérica durante la década del 60′ y 70′, desde la mirada del cineasta Raymundo Gleyzer. Allí fuimos comprendiendo ese momento histórico tan complejo.
Luego en 2013, hicimos el documental El Futuro es nuestro, sobre un grupo de alumnos desaparecidos del Colegio Nacional de Buenos Aires. Tanto en el documental como en Sinfonía para Ana, el colegio es el principal escenario. Y si bien teníamos un vínculo personal con esa institución, recuperar la historia de quienes la habitaron durante fines de los 60′ hasta mediados de los 70′, fue descubrir una dimensión nueva que nos preparó para narrar Sinfonía para Ana desde una cercanía emocional tremenda.
Lo más interesante de la novela, es que lleva al lector a sentir lo que vive Ana, la protagonista. Lo hace cómplice de las decisiones que ella va tomando y lo obliga a disfrutar y sufrir con la joven ese mundo interno, donde el bien y el mal pierden su límite seguro, donde los miedos luchan contra los sueños y donde la coyuntura política transforma las decisiones de los personajes en viscerales e irreversibles. Con la película buscamos conservar esa magia otorgándole un ritmo vertiginoso, donde el espectador no tiene respiro y para eso nuestra principal herramienta fue el montaje.
Al momento del rodaje, los jóvenes protagonistas eran de muy corta edad y en su mayoría nunca habían estado frente a una cámara. Nuestra labor consistió principalmente en lograr que ellos tomaran de su personalidad y sus experiencias reales en la vida, los elementos necesarios para construir los personajes que estaban interpretando.
En muchas escenas, el nivel de exigencia dramática era muy alto, a pesar de eso, los actores siempre nos sorprendieron con su capacidad creativa. Muchos de los adolescentes que actuaron eran alumnos del colegio y esta carga fue crucial para ellos al momento de ponerse en la piel de una generación que atravesó las mismas aulas pero 40 años antes. En ese sentido, las dos semanas de rodaje en el Nacional fueron un extraño puente de la memoria donde realidad y ficción perdieron sus límites. Esto dio como resultado imágenes muy potentes, de alta intensidad dramática y con un naturalismo avasallante.
Nuestro objetivo fue que el espectador viaje en el tiempo como si recordara junto a Ana, la protagonista. Por esto, el film no tiene una puesta en escena tradicional. Va construyendo el relato como una operación de la memoria, entre subconsciente y consciente. Esa puesta en escena nosotros la llamamos la estética del recuerdo. Como en sueños el público revive fragmentos de la historia, los instantes más fuertes que por algún motivo la mente decide preservar para el futuro.
Nosotros estudiamos cine en los años 90′ en el IDAC -Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda-. Allí había poco equipamiento técnico para filmar, era una escuela pobre, pero varios profesores - algunos habían estudiado cine en Rusia y Polonia-, nos acercaron al mundo poético y visceral de Krzysztof Kieslowski y Andréi Tarkovski, al vértigo dramático del montaje ideológico de Serguei Eisenstein y Dziga Vertov.
Nosotros entendimos que -como el neorrealismo- íbamos a hacer cine con poco recursos productivos pero utilizando el lenguaje cinematográfico de las emociones y eso nos marcó para siempre. Cuando hicimos el film Raymundo, nuestra segunda escuela, aprendimos de los maestros latinoamericanos de los años 60′ y 70′ esa pasión por narra la realidad que los circundaba colocándose en el núcleo interno del conflicto político. El estreno mundial del film fue en el histórico Festival de Cine de Moscú, donde obtuvo el prestigioso Premio de la Crítica Rusa y fue una de las películas más votadas por la audiencia.
Virna Molina y Ernesto Ardito
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