Por una de esas cosas del destino, la primera vez que Los Síquicos Litoraleños tocaron en Buenos Aires, yo estaba ahí. Corría el 2005 y un amigo me invitó a un festival llamado Festicumex que se hacía en una vieja fábrica recuperada de Parque Patricios, al sur de la Ciudad. Fuimos con Dafne. Fue una noche que marcó mi vida. Nunca había visto o escuchado algo así. Desde el interior profundo y rural, Los Síquicos Litoraleños traían un nuevo sonido hecho sin más referentes que los suyos, y sobre todo, de una sinceridad conmovedora.
Luego del show, me acerqué entusiasmado al que creía que era el líder, a decirle cuánto me había gustado. Tímidamente me dijo “gracias” y continuó guardando su guitarra.
No supe más nada de ellos por unos años. Cada tanto los buscaba en internet sin resultados. Hasta que lograron comenzar a subir sus videos a Youtube, tocando chamamé experimental en diferentes escenarios naturales de su Curuzú Cuatiá natal, disfrazados con túnicas y máscaras hechas con bidones de gasoil. Me contacté con ellos por esa vía, y comencé a ayudarlos con Dafne en las pocas fechas que hacían en Buenos Aires, promocionando las tocadas, haciéndoles visuales durante sus shows, y por supuesto, filmándolos. Quería hacer algo urgente con ellos, pero aún no sabía bien qué, y eso me frustraba: no saber.
Entonces dejé pasar el tiempo. En el medio filmé un cortometraje, me separé de Dafne, me compré un departamento destruido y lo remodelé.
La cuestión es que esos videos subidos a Youtube tuvieron eco en los lugares más disimiles del planeta, como Medio Oriente, Japón, Estados Unidos y Europa, donde Los Síquicos Litoraleños comenzaron a ganarse el apodo de “El Pink Floyd de los Pobres”.
En 2009 los encuentran de un centro cultural holandés y los invitan todo pago a realizar su primera gira. ¿Y yo qué hice? Vendí mi auto, me compré una cámara hdv y me sumergí con ellos en un viaje hipnótico, con la afiebrada certeza de que tenía que documentar esa travesía. Dafne también vino, ya que les hacía visuales en vivo, y aunque era un proyecto audiovisual mío, era quizá lo único que aún nos unía. Nos llevamos muy mal durante toda la gira, era mi culpa: no soportaba seguir viendo a mi ex pareja. Fueron 20 días frenéticos en los que filmé muchísimo. Demasiado. Salvo los shows, el resto del material casi no servía para nada, y no entendía bien por qué.
Entonces dejé pasar el tiempo. En el medio renuncié a mi trabajo fijo, filmé otro cortometraje y me volví a vivir a Salta. A Dafne la pisó un taxi y casi no la cuenta, y para colmo, se le prendió fuego la casa que alquilaba y se incendiaron varios minidvs de Europa que ella conservaba.
Desde el norte, comencé a pensar en la película que quería hacer, de qué se trataba. Ya no me frustraba tanto no saberlo, porque quería descubrirlo. Me ayudó charlar con amigos y colegas, escuchar, anotar. Y así percibí algo particular que se estaba gestando: el profundo efecto que la música de Los Síquicos Litoraleños tuvo en su región natal, donde, sin proponérselo, iniciaron una rupturista escena musical de la que se hicieron eco los principales medios especializados del país, y de la que ellos deciden mantenerse al margen. Entonces entendí por qué no funcionaba lo que filmé en Europa: porque ellos no estaban cómodos. No querían ser filmados en su cotidianeidad, sólo sobre el escenario, donde desplegaban toda su poderosa impronta. No querían que les saque el disfraz.
Entonces dejé pasar el tiempo. En el medio conocí a Paula, vendí mi departamento de Buenos Aires, construimos nuestra casa y fuimos padres de Ray. Dafne se fue a vivir a Alemania.
Algo había madurado. Edité un tráiler y lo presenté al Concurso Raymundo Gleyzer organizado por el INCAA, donde recibí devoluciones de grosos como Celina Murga o Diego Lerman, que se mostraron muy entusiasmados por el proyecto. Gané por la región NOA, lo cual me permitió salir a filmar con un equipo técnico integrado por amigas y amigos. Entendí Curuzú Cuatiá, cuna de músicos chamameceros como Tarragó Ros o Edgar Estigarribia, donde en cada esquina se mezclan los acordeones de las radios que escuchan desde las casas, provocando unas bolas sonoras extrañísimas. Entendí a sus personajes que les encanta charlar, de lo que sea. A mi regreso a Salta comencé a editar con un montajista. Aún no sabía bien qué quería, pero sí sabía lo que no quería. No quería hacer una película larga, no quería hacer un documental de entrevistas, no quería hacer el perfil de cada músico. Pero por sobre todo no quería hacer un documental explicativo, había un velo que no podía correrse.
Entonces dejé pasar el tiempo. En el medio me separé de Paula, filmé otro cortometraje, aprendí a ser papá y a seguir viendo a mi ex pareja casi todos los días. Dafne vino a visitarme a Salta con su novio alemán y conoció a Ray.
Me di cuenta que detesto la solemnidad. Que dejar a una vaca que pase despacito de izquierda a derecha del plano es un pecado. Si aparece una vaca es porque de su bosta crecen los cucumelos en verano, que florecen en las praderas que rodean a Curuzú y de donde brotan las melodías de Los Síquicos, del fondo del Acuífero Guaraní. Entendí que ese es su lugar, donde pertenecen, en el borde, en la periferia. Fue entonces que descubrí que ENCANDILAN LUCES dejaba de ser simplemente un documental de una banda que me encantaba, para transformarse en otra cosa. Allí surgía una tensión, un interrogante: ¿cuál es el camino válido del hacedor? ¿Cómo es la dinámica entre lo conocido y la periferia? ¿Qué es la autenticidad? Y fue ahí donde se transformó en una pequeña fábula sobre el éxito.
Por una de esas cosas del destino, en el estreno de Buenos Aires justo va a estar Dafne. Y en el estreno de Salta van a estar Paula y Ray.
Alejandro Gallo Bermúdez
(Director de Encandilan Luces)
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