En la vida de Maximiliano Schonfeld, las elecciones siempre estuvieron motorizadas por la pasión, por una fuerza interna, intensa e invisible que en Crespo, su ciudad natal, lo llevó primero al deporte y después al cine. Es más, durante mucho tiempo pensó que las dos cosas funcionaban igual: “Jugué al futbol, y también en la selección entrerriana de rugby. Estaba convencido de que uno era habilidoso o no por naturaleza. Cuando me empezó a interesar el cine creí que la cosa funcionaba igual: o la tenías atada, o no”.
Y no, el cine era otra cosa: “Hacer cine es sentar el culo y trabajar, trabajar y trabajar”. La helada negra es el resultado más reciente de esa pasión, un relato de influencia pagana sobre una joven (Ailín Salas) que es tomada por una comunidad casi como una santa.
-¿Cómo es tu relación con la fe?
-Jardín, primaria y secundaria los hice en una escuela católica de Crespo. Tengo una formación religiosa bastante fuerte, pero las inquietudes de la vida me fueron alejando de las creencias. Empecé a estudiar y me acerqué mucho más a la teología desde la curiosidad que desde la fe. Hoy me interesan mucho las historias de la Biblia, la Sociobiología, la construcción de lo sagrado.
-O sea, sos ateo.
-Me considero un ateo clásico, pero muy creyente de las energías. La fe en sí es una montón de energía canalizada en algo, y si vos lo llevás hacia otro lugar también podés generar la fuerza de un Dios. Cuando empecé a hacer La helada negra me interesaba saber por qué el hombre tenía necesidad de creer en un Dios. Cómo se podía conformar el nacimiento de algo pagano y el proceso de transición hacia lo sagrado.
-¿Recordás qué te provocó el quiebre con la religión que aprendiste en la escuela?
-Fue un proceso. Pero si pienso en un evento en particular, me acuerdo que mi mamá rezaba mucho. Pero cuando murió mi viejo, después de estar mucho tiempo enfermo, ella desde su simpleza me dijo: “Somos buena gente, no le hacemos mal a nadie, y yo recé un montón para que no me lo lleve y se lo llevó. O Dios no existe o es malo“, y descolgó todas las imágenes religiosas que había en casa. También me acuerdo que teníamos la estatua de una virgen arriba de una mesa, y un día se cayó y se rompió… Y no pasó nada malo, ¿entendés? Son imágenes puntuales que te despiertan, más allá de cualquier teoría que puedas leer.
-¿Vio tu mamá La helada negra?
-No, ni le interesa. No es de ver películas, prefiere mirar partidos de fútbol.
-¿Ni siquiera las películas que hace “el nene”?
-Vio la anterior, Germania, pero no le dio ni bola. Para darte una idea, hace poco me uní a unos amigos que tienen una productora . El otro día me llamó, y cuando le dije “estoy en la oficina“, me contestó: “¡¡Qué bueno!! ¡¡Por fin conseguiste trabajo!!“ (risas). Siempre me apoyó, pero el cine genuinamente no le interesa. Ahora, si salen notas mías, anda con el diario repartiéndolo por toda la cuadra.
LA CÁMARA COMO PERSONAJE
-En tu película, la cámara es un personaje más, que entra y sale de la historia permanentemente, ¿por qué elegiste contarla así?
-La clave del cine es una cuestión de distancia entre el que mira y lo que se ve. Para mí es fundamental saber a qué distancia me voy a parar de las cosas. Cada plano de Germania lo podías exportar y quedaba como una postal turística. En La helada negra no podía concentrar la mirada en un solo punto, porque habla de un tema como es la fe. Siento que los personajes no depositan la fe en la protagonista, sino más bien se la lleva. Por eso la cámara se va con los personajes, porque ellos son los verdaderos depositarios de la fe.
Ailín Salas y “la trampa de la fotogenia“.
-¿Esa decisión estética no te complicó el trabajo, siendo que la mayoría de los personajes no son actores?
-Al contrario, que la cámara no estuviera fija ayudó para que se relajaran. No era algo frontal, que los desafiaba desde un trípode.
-¿Con Ailín pasó lo mismo?
-Ella es muy dócil, pero da tan bien en cámara que es un arma de doble filo. Porque como director podés caer en la tentación de quedarte solo en ella y no buscar algo más. Es pisar el palito de la fotogenia, el riesgo de no seguir buscando en su rostro algo que te interpele. Creo que hicimos un gran trabajo.
-Hablemos de hacer cine, ¿es cierto que sentís que no hace falta estudiar?
-Ya lo decía Andréi Tarkovsky: “Uno no elige el cine, el cine lo elige a uno“. Si tenés necesidad de expresar algo vas a encontrar la forma de hacerlo. “Escuchar” lo que uno quiere expresar es mucho más importante que elegir una carrera, va más allá. Yo estudié en dos lugares distintos, pero la gente que me enseñó a hacer cine, a usar una cámara, fueron mis amigos de Crespo. Se trata de prestar atención a algo que se está revelando en uno, y eso no se enseña en ningún lado.
-Si se tiene el “qué” se encuentra el “cómo”.
-Exacto. Nunca estoy pensando la estética de la película, me interesa el “qué” y sobre todo el “por qué“. Si conseguí menos dinero lo haré de una manera, si conseguí más lo haré de otra. El “cómo” es lo que te enseñan en la universidad, pero se puede filmar una película sin pasar por una escuela de cine.
-Pero vos estudiaste en Córdoba y después en la ENERC.
Cuando estudié cine en la Universidad de Córdoba toqué la cámara solamente una vez. Había que ir a un aula y esperar haciendo cola que te tocara el turno para apretar el Rec, el Zoom y el Stop. Esa era toda la prueba, ese fue mi único contacto. Después en la ENERC hice producción así que menos que menos toqué una cámara. Los lugares de estudio también son formadores, sirven. Estudiar cine para mí fue fundamental para encontrar la gente con la que ahora trabajo. Estoy muy agradecido por lo que me dio la ENERC, pero tengo amigos que hacen cosas increíbles y no han pasado por una escuela de cine.
-Otra vez volvemos a lo mismo, a la decisión más intima como motor.
-Si no tenés el fuego interno, podés estudiar muchísimo y no te va a servir para nada. La cámara, los lentes y todas esas cosas vienen a lo último. Hacer cine es canalizar la experiencia de vida que uno ha tenido, y ahí están los amigos, las novias, las relaciones familiares… Es como ir dejando constancia del paso de uno por la vida. No veo al cine con una proyección a futuro, en mí tiene que ver con una necesidad interna que puede terminar mañana, o seguir para siempre.
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