Al viajar por el noroeste argentino buscando una idea para un documental, cerca de la frontera con Chile, descubrí Olacapato, la localidad más alta de Argentina.
Después de recorrer sus calles vacías, me dirigí hacia la escuela. Lo que observé allí no se correspondía con las consabidas imágenes del altiplano. En las aulas, la actividad era intensa: los chicos de cuarto y quinto grado hacían un programa de radio destinado a los pobladores de la zona, los de sexto y séptimo editaban un video con sus computadoras, otros de los primeros grados se contaban cuentos de terror. El contraste con la calma exterior era evidente. Luego de conversar con el director y su esposa, también maestra, supe que había encontrado una película.
De entrada, estaba claro que el desarrollo del proyecto no sería sencillo: las distancias, las dificultades para acceder al lugar y las condiciones climáticas imprevisibles exigían un esquema de producción muy ajustado. Sin embargo, más allá de la convicción personal para encarar la película, también tenía presente el deseo de participar en el largometraje que manifestaron muy rápidamente varios pobladores del lugar.
Esto podía resultar insólito teniendo en cuenta que yo era un recién llegado. Pero para ellos era importante que se conociera parte de la realidad de ese pueblo olvidado de la Puna donde había funcionado una estación del ferrocarril. Dicha necesidad me ayudó a pensar en la constitución de una mirada que tuviera en cuenta los intereses y deseos de los otros, sin que esto significara dejar de lado un punto de vista personal sobre algunas cuestiones del lugar.
Después de un largo proceso de preproducción y de búsqueda de fondos, pude volver a Olacapato con el equipo de rodaje. Como el documental requería el registro prolongado de diferentes momentos de la vida cotidiana de los protagonistas, se necesitaba trabajar con un grupo reducido: Corcho Garisto (producción), Diego Gachassin (cámara y fotografía) y Hernán Gerard (sonido directo), amigos con los que trabajo desde hace años.
Obviamente, esto se tradujo en un clima distendido y, por momentos, bastante lúdico, que repercutió favorablemente en el vínculo con los protagonistas durante la filmación. Esa corriente de confianza mutua fue fundamental para el registro de las escenas, ya que parte de ese estado general, incidió en las situaciones captadas por la cámara. Respecto del trabajo con los chicos y chicas en la escuela, la familiaridad que poseen hoy día con las tecnologías audiovisuales hizo que incorporaran en muy poco tiempo nuestra presencia. Por eso, pudimos movernos con bastante comodidad dentro de las aulas cuando llegó el momento de grabar sus actividades y conversaciones.
Si bien las imágenes registradas en el pueblo tenían un tono y ritmo interno particular —con Diego habíamos hablado bastante sobre el criterio de puesta en cuadro que queríamos desarrollar—, la película encontró la forma y sentido definitivo durante la instancia de montaje, como ocurre frecuentemente en el cine de no ficción.
Con Valeria Racioppi, la montajista, fuimos viendo y escuchando lo que la película pedía. Había varios recorridos posibles, pero algunas situaciones, sobre todo las vinculadas con las relaciones familiares, comenzaron a proponernos un mapa narrativo más claro. Además, la combinación intuitiva de algunas escenas permitió el surgimiento, a veces de forma inesperada, de un nuevo matiz emocional para el relato.
Aunque sea algo habitual, nunca deja de sorprender cómo dos o más escenas aparentemente anodinas al entrar en contacto generan un nuevo pensamiento o una sensación no advertida durante la grabación. Pero en este proceso de montaje —para nada lineal—, también suele ocurrir que algunas situaciones, que parecían tener un espacio asegurado en la trama, terminan siendo descartadas porque no encuentran su lugar en la lógica de la narración emergente.
A medida que fuimos precisando la idea del documental, la etapa final de montaje consistió, sobre todo, en desprendernos de los elementos accesorios que pudieran distraernos o alejarnos de esa idea.
Finalmente, para el sonido de la película, con Fernando Vega y Hernán Gerard, buscamos un criterio que respetara el registro de los sonidos captados en el lugar, pero que, cuando fuera necesario, incorporara un planteo más expresivo de ciertas texturas rítmicas trabajadas a nivel sensorial. Al respecto, si bien la banda sonora era un espacio que permitía darle un mayor espesor de lo real a las situaciones registradas, también podía contribuir a la idea desde un lugar más ligado con lo imaginario.
Todavía tengo presente la primera impresión al llegar a Olacapato. Esa imagen inicial estaba cargada de múltiples significados: un pueblo prácticamente aislado en medio de una extensa región semidesértica y una escuela con una intensidad singular. Quiero creer que parte de esas sensaciones están presentes en las imágenes y sonidos registrados y en la forma narrativa que terminó adquiriendo Los sentidos.
Marcelo Burd
Director de Los sentidos.
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